El lugar de la escucha.
Hoy
he leído un par de frases de Humberto Maturana que me han calado
profundamente en mi sentir interno: "Amar es escuchar", "Amar es dejar
aparecer al otro"...
Breves,
pero con una fuerza y una mirada muy profundas, con todo lo que
conlleva la esencia y dimensión completa de su significado. Casi nunca
reparamos en aquello que pronunciamos y nos perdemos gran parte de la
evocación a que nos llama cada letra y sílabas combinadas, buscando
realizar su encuentro a través de la resonancia de las personas en el otro lado de la salida del ánima...
"Escuchar"
viene de "auscultare", "poner la oreja en el corazón del otro"..., lo
que supone no sólo oír lo que dice, sino estar presente y consistente,
con empatía, sin juicio..., para que lo que sienta en su emisión nos
llegue como destinatarios capaces de acoger lo que nuestro otro igual
emana desde su pecho. Algo tan simple, aparentemente fácil de hacer...,
pero cuántas veces sentimos que nuestras palabras caen vanas en una
oquedad indiferente donde no pueden ser depositadas y que sólo aguardan
la transacción de una respuesta que se impone...
La
escucha no sólo se adscribe al componente verbal, pues se trata de algo
global que implica a todo el cuerpo, incluida la mirada vital y los
valores sustentadores de la persona, acompañando - de modo permanente -
cada uno de nuestros movimientos en el transcurso de la vida. La
ausencia de escucha, por tanto, anula asumir la presencia, no permite
reconocer al otro..., cercena la existencia que pide manifestar una
resonancia en interacción con nuestro reflejo en la alteridad...
Cada
vez que estamos más pendientes de nuestra opinión o nuestra voz - de lo
que queremos emitir -, sin equilibrio en la recepción de lo que los
demás nos pretenden comunicar, cometemos una falta de amor a la
aportación que nos falta, un acto de soberbia en que nos posicionamos
como más importantes o con más derecho a la presencia e imperancia sobre
otra realidad, considerándola por debajo de la nuestra.
Nos
perdemos un gran mundo y nos restamos un poco más de alma cuando nos
quedamos, en exclusiva, con la conclusión única de nuestro "verbo" hecho
carne o, en el peor de los casos, convertido en piedra, sin vida, al
encerrarnos en nuestra clepsidra de tiempo que no deja de desvanecerse
entre las horas - con mayor o menor consciencia - frente a la bondad de
las palabras de un desconocido.
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